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domingo, 3 de junio de 2012

Una herida abierta



Cuando contemplo el miedo en tu mirada
y deslizo mi mano por tu piel
presiento el gesto amable de los árboles
que intentan cobijarte entre sus brazos.

La ciudad era un peluche sin ojos,
perdimos la quietud de los árboles,
caminábamos descalzos sobre cenizas
compartiendo el minúsculo espacio
entre el labio y el beso.

Por eso, por eso mismo diré
que amo los vértices y las venas
que recorren tu cuerpo
cuando acecha el calor.

Admiro en mis iguales
la capacidad para permanecer solos,
su íntima realidad,
ese pequeño inframundo creado
y su triste belleza.

Un hombre que no llora no es un hombre.

Y así, de esta manera,
—frente al espejo— puedo observar que
mis manos son las manos de los pobres,
escuálidas,
agujas de pino, finísimas,
que apenas resistirán el invierno.

En nuestra vida
los amigos se convierten en fósiles
que encuentras durante el trayecto;
sin saberlo, al pasar los años,
reaparecen.

Recuerdo a mis amantes,
su extraña simetría.

A pesar de todo, y en silencio,
es posible que encuentre en el murmullo
un acorde enterrado de hojas secas
o un vals de ramas muertas acechando
el cárabe: un amor de mariposas.

Quién sabe si la escarcha derretida
del beso de la nieve en la hojarasca
o el baile de una flor en primavera
herida por los labios de tu boca.

Somos carne, una tierna y débil masa
de materia y desobediencia.

Un dragón de mercurio
sobre una luna de agua.
    
Por ello,
reventamos las carnosas encías
de aquellos pétalos que entre los labios
anunciaban estambres cuarteados
en un paisaje carente de afecto.

Entonces, sólo entonces,
conseguimos definir nuestro hogar;
breve extensión de lumbre clara
con su erguida arquitectura de nichos
abiertos como pétalos en flor.

Simple jerarquía de barro,
de tendones vegetales minúsculos,
acaso tallos cartilaginosos
que sostienen el peso del planeta.

Huerto de piedras y texturas
que diferencian cielo firmamento
de cultivo y cal viva.

Danza de polvo y areniscas,
de lirios de tigre y madreselvas.

Linde última del cuerpo que habitamos.

Pero tienes razón,
sí, miente el universo,
su inmensidad
se reduce a algo casi tan pequeño
como cabezas de alfileres,
una pequeña vía por la que caen
gotas de luz,
luces de gas.

Por eso,
yo, con los ojos hambrientos de sol,
contemplo la caída de las nubes,
ridículo desfile.

¿Quién deshizo los nudos de la carne?

Un alba rota a dentelladas
asoma por el precipicio.

Estallará un silencio
que disolverá la luz,
velará nuestros ojos,
entonces seremos felices.

Felices,
como inconscientes y bellos primates
que ahondamos en la cáscara madura;
fruto prohibido que duerme en tu lecho.

La tierra herida que habitamos;
como el gusano a la vieja manzana,
como el gusano a tu boca, dulcísima,
como el gusano que duerme tejiendo,
respira levemente por las grietas
que se van agrandando a nuestro paso,
que se van agrandando con nuestros pasos.

Te he buscado entre las raíces.

Herí mis manos,
al golpear las piedras de esta tierra,
cortadas por los viejos tallos secos
que asomaban, a medida que el sol
cuarteaba mi espalda.

En vano comprendí
que estabas entre los restos del mundo,
junto al odio que produce tu ausencia,
presente en pequeños gestos de amor.

Y lo sabes,
sabes que el sol brilla
sobre nuestras cabezas,
pero sabes que no,
no conoce la verdadera luz,
la claridad del mar era única en tus ojos.

Busco un día sin fecha
en el que pueda compartir
mi dote con los pájaros,
una gavilla de cuerpos celestes
con los que iluminar esta desdicha.

Si bien,
hay otros gestos de cariño,
los que no se dan,
los que algunos guardan por temor al rechazo,
por miedo a ser discriminados.

Hoy sostengo mi creencia en la sombra,
su fiel discurso,
la solemnidad del silencio,
nos atestigua su belleza.

¿Quién acaricia las hojas de un árbol
del mismo modo que los labios
de una mujer o un hombre?

Apenas nadie.

Dormimos bajo la humedad del sueño
que crece en los bordes de nuestra cama.

Tus labios
arden en espiral.

Luciérnagas iluminando
la duermevela
ante los ojos ciegos del crepúsculo.

Como si se tratase de un fervor
entre piedras que chocan con violencia
e iluminan los límites del abismo.

Acaso el furioso roce
abrasando la sangre de otra piel
en un sueño de serpientes.

Recuerdo la primera chispa.

Por ello,
quiero buscar el cobijo materno.

El hogar, la morada
entre los bosques nucleares,
en sus átomos reside mi calma.

Quiero encontrar bebida que sacie mi sed,
un pozo de agua tibia que endulce mi voz;
la de mis semejantes.

Quiero ser el águila que todo lo observa,
alimentar a mi familia,
salvaguardar sus débiles
y diminutos cuerpecitos,
dar calor, tranquilidad a mi descendencia,
sí, volver al origen.

Vimos a los pueblos desnudos,
esparcidos sus miembros por el suelo,
hiriendo nuestros más bellos paisajes.

La carencia de humanidad es una losa
que cargamos sobre nuestras espaldas,
su peso arquea nuestras vidas,
abate nuestro ánimo.

Como ciervos, calmándose el dolor
de la bala , del mismo modo
que las aves besaron
sus plumas tras el último disparo,
necesitamos aliviar el daño
ayudados por un invierno
—imaginario—
que calme nuestra angustia.

Somos, apenas somos,
gotas de lluvia en la ventana
o un granizo en el mar.

Oscura nieve derretida.
Publicado por José Ignacio Montoto en 19:58 Etiquetas: NACHO

1 comentarios:

Cristina dijo...

¡Un placer leerte, Nacho!

4 de junio de 2012, 13:02

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