Querida familia: se dice, o dicen que “querer es poder” además creo que si se puede, el poder se torna en deber, no sé si a esto le falta o le sobra razón ¿por qué? me explico; veréis, ardo en deseos de comentar la “Pajarita” qué vais a leer en esta ocasión, pero no quiero, no porque no pueda ¡no! A estas alturas creo que incluso podría hacerlo, sinceramente lo pienso, me digo, me repito una y otra vez ¡Quiero hacerlo! Creo que saldría algo emotivo y bonito, lo pondría todo de mi parte para que fuera lo más lindo que jamás pudiera escribir, él se lo merece todo, pero en verdad creo que esta “Pajarita” no necesita comentario alguno, y aunque pudiera, es mi deber no hacerlo, pues la sola lectura de la misma lo dice todo.
¡Querer! Quiero; ¡Poder! Creo que puedo; ¡Deber! Creo que no debo; ¿Si tú eres quien mejor te conoces, que puede un nieto decir de su abuelo? Cuando lo leáis sabréis a lo que me refiero.
¡Querer! Quiero; ¡Poder! Creo que puedo; ¡Deber! Creo que no debo; ¿Si tú eres quien mejor te conoces, que puede un nieto decir de su abuelo? Cuando lo leáis sabréis a lo que me refiero.
TAL COMO SOY
Más de cuatro lectores habrán pensado alguna vez. ¿Cómo será este posma que nos da la tabarra cada día? Y como la imaginación es libre, y por ser libre es loca (como todo lo que anda en libertad, sin ley, sin freno, sin sujeción alguna) como es loca, repito; cada uno se habrá forjado un tipo bien distinto: gordo, delgado, chato, narigón, calvo, con abundante cabellera… Y razonable es ya que, quienes nos conocemos por el trato, nos conozcamos también por la persona. Una fotografía no es un retrato: una fotografía –que es lo que conocéis de mi persona- es la imagen fiel del gesto, la postura y la disposición con que te presentaste al objetivo. Y es lo tremendo que casi siempre nos presentamos mal.
Los chiquillos y los hombres de pueblo no somos aptos para la fotografías. Los chiquillos por chiquillos; y los hombres de pueblo porque vienen a ser como chiquillos-hombres. Todos los pueblerinos tenemos dos caras. En eso realmente somos iguales a muchos de la ciudad, en donde abundan bastante los bifásicos: los que tienen una cara para cuando uno está delante, y otra, muy redistinta, para cuando está uno detrás. Las caras de los hombres de los pueblos son de otra condición y otra manera: tenemos una cara para todas las cosas de la vida, y otra exclusiva, para fotografiarnos. Por eso, ponernos ante el objetivo y ponérsenos “cara de retrato” es cosa simultánea.
A los chiquillos les pasa lo mismito. Yo recuerdo, hace ya muchos años, una vez que entramos en una fotografía que había en Cádiz en la calle Montañez. La “victima” era el entonces más chico de mis hijos con el que fracasaron el truco del pajarito y todos los demás. “Pepito, ponte así” le decíamos nosotros. Y Pepito obedecía tan ahincadamente que resultaba caricatura lo que queríamos fuese natural. “Cierra un poco la boca” le decíamos. Y Pepito fruncía los dos labios con furia desusada. “No, así no –le decíamos-, sonríete un poquito”. Y el niño hacía una mueca espantable que no era risa ni cosa parecida. Después de mucha lucha salió lo que salió, que no fue, desde luego, nada bueno.
Pues como al niño le ocurría al padre. No había fotografía en que saliera como era y como es. Por eso tuvo a bien acudir al ardid del retrato. Porque el retrato no eres tú en un momento dado: eres tú en el transcurso de varias horas una porción de días. Y durante esas horas charlas, fumas, te estás callado un rato, a veces te alegra el semblante, a veces se ensombrece por un recuerdo triste… Pero el pintor artista percibe una cosa en ti que queda en cada estado y que pervive entre todos los cambios. Y esa cosa constante, esa expresión, ese gesto especial, ese rictus o esa sonrisa o esa mirada honda o esa clara expresión, eso, que es el espíritu de tu alma, es lo que los pinceles van fijando en el lienzo.
Del retrato que me ha hecho Santiago Martínez debería de hablar, en opinión de algunos, un crítico de arte. Yo creo lo contrario: el arte de Santiago es conocido, y alabada su técnica y admirada su maestría en el dibujo y su dominio en el colorido, lo que es el arte de Santiago Martínez está ya dicho y más que repetido. Por eso, el juicio crítico del cuadro debe quedar, y queda a cargo de quien puede, mejor que otra persona, decir si está el retrato bien o mal.
¿Y quién puede decirlo sino yo? ¿Hay, por ventura, alguien que me conozca mejor que me conozco? El “nosce te ipsum” el “conócete a ti mismo” del filósofo, creo que pocos han de haberlo alcanzado como yo. En lo material, como en lo moral e intelectual, me conozco como nadie me puede conocer. Advierto y sé cuáles son mis defectos, sé cuáles cualidades no lo son, y sé y conozco las virtudes aquellas que sería bien tuviese y debiera tener. Sé hasta dónde llega mi caudal sentimental, mi capacidad de amar, mi apego a esto o a aquello, mi anhelo ilusionado o mí desengañado escepticismo…
Sé lo que en mi hay de agudo y sé lo que hay de romo. Y sé cómo se mezclan y confunden, dentro de mí, candidez soñadora y desengañada ironía.
Yo veía pintar a Santiago, y me decía a mi mismo: Así soy yo: igual que los colores que él crea con su paleta. El tomaba un color y otro color, y otro color y otro en proporciones varias, y salía un color nuevo. Y luego, de estos colores que él había creado, tomaba pinceladas, las mezclaba con otras de otro color también hecho por él, y surgía otro color distinto y nuevo. Del mismo modo, yo voy tomando elementos de la paleta de mis sentimientos, y mezclando los unos con los otros voy formando esa cosa difusa de un estado de ánimo en el que entró de todo: alegrías, tristezas, esperanzas y desesperos, afán y sed confundidos con desgana y desánimo… ¡de todo cuanto en mí hay en lo más hondo!
Y así estoy retratado. Tiene mi boca un rictus de amargura que se quiere cuajar en sonrisa también. Parece que hablo y parece que callo, es mi boca, a la vez expresiva y silente. Y mis ojos tienen el mirar triste y a la vez malicioso. Son como ojos que lloran, pero que antes de verter las lágrimas se animan un poquillo con malicia. Parece que los ojos miran lejos, como ojos que no captan lo que ven porque querrían ver lo que no captan, sino que lo imaginan. Y su mirar es hondo, y se diría que amargo. Y en el semblante hay la tranquila expresión del que es señor de su ánimo: del que tiene poder para mandar en sí, siendo amo de sí mismo: del que tiene poder para reírse un poco de sus propios pesares, y para apesararse y como avergonzarse de su propia alegría y de su risa. Pero todo ello con sereno continente, con cierta calma, como sin prisas, como sabiendo que todo –empezando por uno mismo- vale tan poca cosa que no merece la pena de hacer un solo gesto que nos ponga en peligro de perder la clara dignidad de la expresión.
Y porque en el retrato estoy yo como soy y tal cual soy, el retrato es perfecto. Y es que, además de estar hecho por la mano expertísima de Santiago Martínez, se ha pintado en su tiempo y sazón.
Hace años yo no era como soy. El hombre es como un templo que se fuese labrando al correr de los años. Cada uno de ellos es como una piedra que hay que trabajar. Y las piedras, tu sabes que se labran y se trabajan a fuerza de golpes recios, de fuertes martillazos que lastima y hieren, pero que pulimentan y debastan. A mi edad, ya mis piedras, a fuerza de dolores se encuentran bien talladas y en su punto. Y bien talladas ellas dan a la construcción el aspecto de cosa ya lograda. Lograda, no es que quiera decir en este caso que la obra sea buena y acertada, sino que está acabada, que ya se concluyó, que es ya lo que iba a ser.
Y es en este momento –en el que uno es ya como una síntesis de tiempo y de experiencia-; cuando la vida se asoma a nuestros ojos que miran a lo lejos; cuando nuestra sabiduría –la que nos dio la vida- cuaja en una expresión que es como una sonrisa que va desde los ojos a la boca y, después de pasearse por toda nuestra faz, concluye por pararse, por no querer salir desembozadamente, y por quedar cuajada en gesto comprensivo, indulgente y sereno. Es en este momento cuando el hombre es más él, su cara más su cara, su persona más suya.
Y si en este momento tienes la suerte de que un pintor –que siendo artista es también psicólogo- te quiera retratar, ten por seguro entonces que acertará de plano. Como acertó Santiago Martínez en éste mi retrato, con el que me hizo dueño de un tesoro: porque con él, les dejaré a mis hijos una joya de arte que fue como el estuche en que envolvió otra joya que me daba: la preciada y preciosa joya de su amistad.
JOSÉ MONTOTO
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