Cuando contemplo
el miedo en tu mirada
y deslizo mi
mano por tu piel
presiento el
gesto amable de los árboles
que intentan
cobijarte entre sus brazos.
La ciudad era un
peluche sin ojos,
perdimos la
quietud de los árboles,
caminábamos
descalzos sobre cenizas
compartiendo el
minúsculo espacio
entre el labio y
el beso.
Por eso, por eso
mismo diré
que amo los
vértices y las venas
que recorren tu
cuerpo
cuando acecha el
calor.
Admiro en mis
iguales
la capacidad
para permanecer solos,
su íntima
realidad,
ese pequeño
inframundo creado
y su triste
belleza.
Un hombre que no
llora no es un hombre.
Y así, de esta
manera,
—frente al
espejo— puedo observar que
mis manos son
las manos de los pobres,
escuálidas,
agujas de pino,
finísimas,
que apenas
resistirán el invierno.
En nuestra vida
los amigos se
convierten en fósiles
que encuentras
durante el trayecto;
sin saberlo, al
pasar los años,
reaparecen.
Recuerdo a mis
amantes,
su extraña
simetría.
A pesar de todo,
y en silencio,
es posible que
encuentre en el murmullo
un acorde
enterrado de hojas secas
o un vals de
ramas muertas acechando
el cárabe: un
amor de mariposas.
Quién sabe si la
escarcha derretida
del beso de la
nieve en la hojarasca
o el baile de
una flor en primavera
herida por los
labios de tu boca.
Somos carne, una
tierna y débil masa
de materia y
desobediencia.
Un dragón de
mercurio
sobre una luna
de agua.
Por ello,
reventamos las
carnosas encías
de aquellos
pétalos que entre los labios
anunciaban
estambres cuarteados
en un paisaje
carente de afecto.
Entonces, sólo
entonces,
conseguimos
definir nuestro hogar;
breve extensión
de lumbre clara
con su erguida
arquitectura de nichos
abiertos como
pétalos en flor.
Simple jerarquía
de barro,
de tendones
vegetales minúsculos,
acaso tallos
cartilaginosos
que sostienen el
peso del planeta.
Huerto de
piedras y texturas
que diferencian
cielo firmamento
de cultivo y cal
viva.
Danza de polvo y
areniscas,
de lirios de
tigre y madreselvas.
Linde última del
cuerpo que habitamos.
Pero tienes
razón,
sí, miente el
universo,
su inmensidad
se reduce a algo
casi tan pequeño
como cabezas de
alfileres,
una pequeña vía
por la que caen
gotas de luz,
luces de gas.
Por eso,
yo, con los ojos
hambrientos de sol,
contemplo la
caída de las nubes,
ridículo
desfile.
¿Quién deshizo
los nudos de la carne?
Un alba rota a
dentelladas
asoma por el
precipicio.
Estallará un
silencio
que disolverá la
luz,
velará nuestros
ojos,
entonces seremos
felices.
Felices,
como
inconscientes y bellos primates
que ahondamos en
la cáscara madura;
fruto prohibido
que duerme en tu lecho.
La tierra herida
que habitamos;
como el gusano a
la vieja manzana,
como el gusano a
tu boca, dulcísima,
como el gusano
que duerme tejiendo,
respira
levemente por las grietas
que se van
agrandando a nuestro paso,
que se van
agrandando con nuestros pasos.
Te he buscado
entre las raíces.
Herí mis manos,
al golpear las
piedras de esta tierra,
cortadas por los
viejos tallos secos
que asomaban, a
medida que el sol
cuarteaba mi
espalda.
En vano
comprendí
que estabas
entre los restos del mundo,
junto al odio
que produce tu ausencia,
presente en
pequeños gestos de amor.
Y lo sabes,
sabes que el sol
brilla
sobre nuestras
cabezas,
pero sabes que
no,
no conoce la
verdadera luz,
la claridad del
mar era única en tus ojos.
Busco un día sin
fecha
en el que pueda
compartir
mi dote con los
pájaros,
una gavilla de
cuerpos celestes
con los que
iluminar esta desdicha.
Si bien,
hay otros gestos
de cariño,
los que no se
dan,
los que algunos
guardan por temor al rechazo,
por miedo a ser
discriminados.
Hoy sostengo mi
creencia en la sombra,
su fiel
discurso,
la solemnidad
del silencio,
nos atestigua su
belleza.
¿Quién acaricia
las hojas de un árbol
del mismo modo
que los labios
de una mujer o
un hombre?
Apenas nadie.
Dormimos bajo la
humedad del sueño
que crece en los
bordes de nuestra cama.
Tus labios
arden en
espiral.
Luciérnagas
iluminando
la duermevela
ante los ojos
ciegos del crepúsculo.
Como si se
tratase de un fervor
entre piedras
que chocan con violencia
e iluminan los
límites del abismo.
Acaso el furioso
roce
abrasando la
sangre de otra piel
en un sueño de
serpientes.
Recuerdo la
primera chispa.
Por ello,
quiero buscar el
cobijo materno.
El hogar, la
morada
entre los
bosques nucleares,
en sus átomos
reside mi calma.
Quiero encontrar
bebida que sacie mi sed,
un pozo de agua
tibia que endulce mi voz;
la de mis
semejantes.
Quiero ser el
águila que todo lo observa,
alimentar a mi
familia,
salvaguardar sus
débiles
y diminutos
cuerpecitos,
dar calor,
tranquilidad a mi descendencia,
sí, volver al
origen.
Vimos a los
pueblos desnudos,
esparcidos sus
miembros por el suelo,
hiriendo
nuestros más bellos paisajes.
La carencia de
humanidad es una losa
que cargamos
sobre nuestras espaldas,
su peso arquea
nuestras vidas,
abate nuestro
ánimo.
Como ciervos,
calmándose el dolor
de la bala , del
mismo modo
que las aves
besaron
sus plumas tras
el último disparo,
necesitamos
aliviar el daño
ayudados por un
invierno
—imaginario—
que calme
nuestra angustia.
Somos, apenas
somos,
gotas de lluvia
en la ventana
o un granizo en
el mar.
Oscura nieve
derretida.
1 comentarios:
¡Un placer leerte, Nacho!
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