Una feliz circunstancia me ha hecho charlar un rato con una viejecita. La veía orar cada mañana en la iglesia con un fervor de iluminada y su mirada puesta en un retablo de la Trinidad. Luego ella me ha contado que es su gran devoción; que, ante la representación de las tres Divinas Personas, se extasía, porque allí ve y concibe a Dios en toda su grandeza: Creador, Redentor y Consolador.
¡Y cómo lo adoro –me dice- y cómo me consuela adorarle un rato y otro rato! Su oración favorita es el Padrenuestro, en el que se detiene con deleite en dos momentos que a ella le dicen más y le impresionan. Uno es el de la alabanza: “Santificado se tu nombre”. Ahí se detiene, y repite, y suplica, fervorosa, que todos santifiquen el nombre de Dios, lo cual ella practica alabándole desde todo lo hondo de su alma.
Otro es el de impetrar. Yo –dice- que soy muy ambiciosa, le pido lo mejor; la síntesis, la esencia de todo lo bueno y de todo lo amable. Hay quienes redoblan sus esfuerzos al pedir el pan de cada día, el perdón de sus deudas, el no caer en la tentación, el librarnos del mal. Yo –afirma- pido una cosa que vale mucho más y en la que no cabe error alguno. Porque, si pido el pan, ¿sé, acaso, si me conviene? En cambio, si le pido, como en verdad le pido con ansias y fatigas “hágase tu voluntad”, no me equivoco en nada. ¿Su voluntad es que sufra? Pues es para mi bien, ¡Bendita sea! ¿Su voluntad es que padezca el hambre y la escasez? Pues cuando Él lo quiere, ¡Venga lo que mandare!
Porque es que yo sé de antemano que Él no quiere mi mal. Porque yo sé de cierto que me creó para Él, y hacia Sí me encamina por el mejor camino. ¿Cómo voy yo a saber el camino mejor, si no me es dado conocer los peligros que hay en unos o en otros? Y Él los sabe, y Él me lleva por uno o por el otro; por el que sabe que me conviene más. Y si Él lo sabe, y si lo ignoro yo, ¿le voy a proponer: Señor, por éste? No: el que Él disponga, que dispone el mejor. Y le digo al Señor sólo una palabrita por mi cuenta, y esta palabrita es “completa”. Así al decir “hágase tu voluntad”, le añado: “pero, Señor, completa”; es decir, que yo haga también tu voluntad siempre que Tú me impones que se haga la tuya; que yo me conforme con tu voluntad, que yo proceda cómo Tú quieres que proceda al imponerme las penas y trabajos que me envías.
Y la viejecita me contaba todo esto con un semblante de serenidad, con una apacibilidad, con una renunciación tan absoluta y perfecta, que yo pensé: ¡Cuán bello sermón para tan corto auditorio como yo! ¡Qué bello y saludable ejemplo para tantos como se afanan en perseguir la dicha que se les escapa precisamente porque la persiguen desordenadamente!
Si cada uno aprendiese el Padrenuestro a la manera de la viejecita de mi cuento, otro sería el panorama del mundo: porque bendiciendo a Dios y plegándose a sus designios, no puede haber error en el camino. El error ha nacido desde que cada hombre se olvidó de decir cada mañana: “Santificado sea tu nombre y hágase, Señor, tu voluntad”. Y, porque no lo dicen, el Señor, en castigo, ha dejado que se haga la voluntad soberbia de los hombres. Y así anda ello…
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