CRISTO VUELVE AL CONVENTO
... Al retirarnos nos parecía que el patio -pequeño para huerto y para jardín pobre- estaba iluminado de una claridad desusada.
El convento de Religiosas Mercedarias de Lora del Río fue objeto del asalto de las turbas. Nada quedó a salvo de el, ni en la iglesia que con tanto primor cuidaban las madres. Ni un altar, ni una imagen.
En estas condiciones, cuando pasó la turbonada hubieron de reintegrarse a su convento las sencillas religiosas. Y con buena voluntad, en lucha con la pobreza, comenzaron a decorar su desmantelado templo.
Los retablos fueron sustituidos por pinturas murales simulando altares con mas buena voluntad que feliz exito.
Las imagenes fueron surgiendo en forma de cuadros modestísimos primero, de pequeñas estatuitas después, esas imagenes baratas que venden en las librerías religiosas y que suelen ser mas llamativas que bellas.
Todo limpio, todo cuidado, pero todo pequeño y pobre, hasta los floreritos de cristal, comprados a dita por las buenas madres, Dios y ellas saben a costa de cuantas privaciones.
La alegre iglesia daba la sensación de una de esas casitas de muñecas encanto de las niñas ricas y ... Por obra de la revolución, también de las monjitas pobres.
Así estaba la iglesia del convento de Lora. Un rebose de ingenuidad y de pobreza como solo se dan en esas monjas de pueblo que estan tan lejos del mundo como cerca de Dios.
Una felíz casualidad, mejor dicho una providencial circunstancia hizo que la imagen del Señor, destinanada a otro templo mas rico, viniese por rodeos que solo Dios prepara al templo conventual.
Por obra de un pequeño accidente, era el filo de la madianoche cuando el camión en el que llevabamos la notable talla del Stsmo. Cristo paraba ante las puertas del convento.
Iba la imagen desclavada para así con mas facilidad transportarla. Tres hombres tomamos en peso al Señor y con tal dulce carga, entramos en el convento a fin de que las madres le contemplen y adoren hasta el día siguiente que será colocado en el altar.
La ocasión, el lugar y la hora impregnaban la escena de dulzura y hacian vibrar la fe con mas intensidad que nunca, a la vez que el amor a Dios se sentía mas fuerte al par que mas suave, gustando de una inexplicable delicia, como si el Santo Cristo no fuese un simulacro sino El mismo en persona, y como si aquellas dulces monjitas fuesen las santas mujeres de Jerusalen que creyerón en El y que a El amaron con singular ternura.
En la puerta de Regla aguardan las religiosas; la Comendadora con voz conmovida dice: "Bienvenido sea el Señor a su casa", mientras nosotros, precedidos por una monjita y seguidos de las demás, avanzamos por un claustro pobrísimo, humildísimo, pero blanco, con la blancura que la cal tiene en Andalucía y que es la mas limpia expresión de la blancura.
Macetas de geranios junto a las pilastras y un patio que para ser huerto y para ser jardin es muy pobrecito. Es ese patio que solo se ve en las casas humildes andaluzas.
Y llegamos al coro bajo en donde unos almahadones serviran de sosten a la cabeza del Señor que abre sus brazos con ansias de estrechar a los hombres.
Las monjitas se agolpan en derredor con sus habitos blancos, como una bandada de palomas. Todas dicen cosas ingenuas en que el amor a El se manifiesta. Quien de ellas se arrodilla, quien se inclina afanosa. Todas sienten ansias de contemplar al Amado. Ya tienen una imagen. Ya su iglesia pobre no tendrá solo cuadros y estatuitas baratas. Ya cuando recen tendran una bella figura del Redentor a la que dirigir sus ojos anhelantes.
Uno de nosotros separa los paños que ocultan al Señor y queda al descubierto la bellísima talla. Jamás sentimos emoción semejante a la experimentada en aquellos momentos.
Las monjitas todas a la vez hablan; todas diferentes y todas lo mismo, porque cada una dice un requiebro al Amado, una jaculatoria, una oración, distintos en la forma pero identicos en el significado.
-¡Que hermoso es!... ¡Si es de tamaño natural!... ¡Mire que ojos tan lindos!... ¡Y se le ve la lengua! ¡Y los dientes!..¡Que encanto!... ¡Mire Madre... Las llagas!-
Arrodilladas, inclinadas en derredor del Cristo las voces de las monjas semejan gorjeos de pajaros, arpegios de gloria, susurro cariñoso. Y allí es el besar de los divinos pies transidos, las manos sangrantes. Algunas expresan lo intimo de su gozo con palabras en tanto que allí en un ricón del coro llora una madre cuyo corazón se quiebra en divinos transportes de afectos nobilísimos o acaso recordando lo que la revolución les hizo padecer.
Nosotros que no habíamos soñado estar en este mundo entre los ángeles, comtemplamos arrobados la dulcísima escena de la que nos juzgamos indignos espectadores, y salimos en silencio de la mansión de paz dejando a las monjitas cantar sus amores, exponer sus cuitas y adorar afanosa al Santo Cristo que yace en el centro del coro, los brazos extendidos y la mirada al cielo, como pidiendo al Padre Celestial piedad para los hombres en tanto que las virgenes esposas le adoran con amor.
Y allí quedó el Señor aquella noche y allá quedaron ellas. Jamás en el convento se había recibido un huesped como aquel.
Acaso fue por eso por lo que al retirarnos nos parecía que el patio -pequeño para huerto y para jardin pobre- estaba iluminado de una claridad desusada.
No sabemos si aquello fue preocupación nuestra o realidad. Solo Dios y las monjitas saben lo que fue y fue la noche memorable en que Cristo volvió al convento de Lora.
José Montoto
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