De ser testigo vengo de una inefable y tierna ceremonia. Ocho doncellas jóvenes, arrodilladas al pie del altar, han recibido el hábito de Esclavas. Una de ellas, la hasta entonces nombrada Hermanita Concha, ha perdido ese nombre y, desde ayer, se llama Madre Santa Isabel.
El hábito en sus manos, lo entregó cada cual a su madrina, y, acompañadas de éstas, se han retirado para volver vestidas con el hábito santo, y enmarcados sus rostros juveniles con las tocas blanquísimas, como blancas también eran sus almas.
Las madrinas, salvo alguna excepción, fueron las madres de las Madres nuevas. No sé si en la excepción entraba la Hermanita Concha. En apariencia sí. A la simple vista no se veía a su madre; era su "madrecita", su hermana mayor -la que con tanto celo y tanta abnegación hace el papel de madre de familia-, la que llegó con ella ante el altar, la que con ella fue a despojarla del hábito de postulanta y a ayudarle a vestir el de Religiosa, la que volvió con ella hecha ya palomica de Dios con las alas blanquísimas de su toca flamante.
Eso fue en la apariencia. En verdad, en verdad ¡qué se yo que te diga! ¿Tú no notaste, Madre Santa Isabel, como en un suave roce, como en una caricia, las manos de tu madre posándose en tu frente y ciñendo tu toca? ¿Tú no advertiste que entre tu "madrecita" y entre tí ocupaba un lugar la madre de las dos, que por igual os bendecía a ambas? ¡Y cómo se alegró cuando te vio libre de toda traba y de toda atadura! Porque aquello que te decía el Padre no era verdad real, sino frase simbólica. Te decía al entregarte la cadena de esclava: "Esta cadena que te has de ceñír es señal de esclavitud, porque te haces esclava de la Concepción Inmaculada y del Sagrado Corazón". Y por paradoja, la cadena de esclava era la que venía a liberarte de toda esclavitud. Cuando él y tú creíais que te amarraba, lo que hacía era romper las viejas ligaduras que te ataron al mundo, y hacerte libre, libre, en santa libertad. Por eso, porque te sentias feliz y satisfecha, sin nada que fuese obstáculo a tu trato con Dios, estabas tan contenta, y un gran gozo irradiaba en tu semblante, que ayer era semblante de bienaventurada.
La noche antes, solo y a oscuras el inmenso patio del convento, la parcela de cielo que se asomaba al claustro era incapaz de contener tantísimas estrellas. Parecía como que todas las del cielo se habían apretujado para gozar con el gozo de aquella casa de paz y de oración. Yo nunca vi tal profusión de estrellas, ni un brillar más intenso en los luceros. Y era que, como en la Iglesia se cantan visperas, en los cielos también. Y las visperas de ocho virgenes más que se ínmolaban a Dios, llenan de gozo al cielo, y el ire del invierno se hace tibio y la noche callada tiene ese silencio augusto del alma en suspensión y en tierno arrobo, y los astros en su centellar tienen esa inquietud de parpadeo rápido, como de ojos que, preñados de llanto por la emoción, se cierran y se abren por contener las lágrimas que pugnan por salir.
Porque nada faltase, las novicias, desde los claustros altos, han cantado bellísimas canciones. ¿Tú te acuerdas, Concha, hija mía; te acuerdas, Madre Santa Isabel, cómo en nuestra casa de Lora se posaban las golondrinas en los alambres de la "vela"? ¿Te acuerdas cómo desde allí cantaban y cantaban y se respondian las unas a las otras, y la nota que moría en la garganta de una se diría que otra la recogía y otra después en incansables e incansables arpegios? Pues algo así me parecían a mi las novicias en la altura del claustro, con aquellas canciones que se enlazaban las unas con las otras. Y la apariencia de golondrina no venía sólo del canto y de la altura: venía también porque vestidas de golondrinas estaban, con sus hábitos negros y sus tocas blanqísimas; y venía también porque ellas, como golondrinas, consolando al Señor con sus vidas de santas, le arrancan las espinas que le clavamos otros con nuestros yerros y con nuestros pecados.
Tú, que eres una más de esa bandada de espirituales golondrinas, no olvides en tus místicos trinos la casa en que naciste, los hermanos que Dios te concedió y al padre que, como compensación, por lo bueno que no hizo y pudo hacer, te llevò de la mano hasta el convento, gozoso porque hacía el gozo tuyo, y gozoso también porque a su propio gozo añadía el gozo que inundaría a tu santa madre, si ella hubiera vivido. Y porque ella no estaba, él gozó por los dos.
Ayer fuiste feliz, Madre Santa Isabel. ¡Y que me complací y cuanto me gocé en el gozo tuyo! Además, yo vi en tí algo que me encantaba con encanto a lo humano. Aquella suave y serena dignidad, aquel empaque fervoroso y sencillo con que fuiste y volviste del altar, yo lo había visto antes. Aquello, siendo tuyo, no era tuyo del todo, aquello era de otra que, con la vida, te dió también lo mejor que tenía, porque te dió su fe, te dió su amor a Dios, te dió el más claro ejemplo de virtudes, y te dió, de camino, ese señorío de gesto y esa natural dignidad tan sencilla, y a la vez tan solemne, para tratar con Dios.
Y así, Madre Santa Isabel, yo te debo, desde el día de ayer, dos alegrías, dos gozos, dos dulces e imborrables emociones: la una es que ya te llamas Madre Santa Isabel; la otra que eres -y así te vi yo ayer- como un retorno, como un renuevo, como una copia exacta de tu madre Isabel. Y el ser y el parecer; ser como era, parecer como era, ser como eres y parecer como pareces, Madre Santa Isabel; son cosas que a tu padre le llenan de contento y que el día de ayer le hicieron muy feliz.
JOSÉ MONTOTO
miércoles, 2 de marzo de 2016
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