Espero que no te enfades, y si te enfadas (que no lo creo) sepas perdonarme este atrevimiento al publicar esta "Pajarita" que en su día abuelo echó a volar.
Verás, como se acerca el día de tu santo quiero felicitarte, pero claro, no puedo hacer sólo eso, cómo felicitarte nada más, cómo no hablar de tí, aunque todo lo que yo pueda decir sobre tu persona y tu forma de ser es poco.
Todos los que te conocemos, o "casi todos" sabemos de tu bondad, tu nobleza de corazón, cariño a tu familia, tu entrega absoluta en momentos difíciles, que supiste llevar con entereza, pero por si alguien no conocía este aspecto de tu vida, ahora te conocerán un poco mejor y sabrán valorar lo que quiero reflejar de ti.
Cuando leí, esta "Pajarita" hace tiempo, no sabía que estaba dedicada a ti, al enterarme que eras tú la persona a la que abuelo se refería en ella, el sentimiento de cariño y de amor por ti se multiplicó hasta el infinito.
Diría, sin miedo a equivocarme, que sigues siendo y que siempre serás "la madrecita". En mi casa, te lo puedo asegurar, ese sentimiento lo tenemos todos por ti, todos te queremos así. Sé que esto puede hacer florecer de nuevo sentimientos que todavía llevas en el corazón, creeme al decirte que no es mi intención, pero cómo hacerlo, cómo hacer ver a los demás la suerte que tenemos, los que tenemos esa suerte, de tenerte tan cerca y que podamos disfrutar de vez en cuando de tu persona y de tu compañía.
Tengo una deuda contigo (bueno contigo, y con tía Tote) que creo que nunca podré saldar (Matalascañas) por muchos años que pasen, ese mal rato que os hice pasar, sólo lo podré aliviar demostrándote que te quiero de verdad, y no dudes que es así, aunque con palabras poco se puede demostrar.
Gracias Tía María, espero que pases un día genial, tranquilo y apacible, que el Sol ilumine con fuerza, y aunque no pueda estar presente para darte los besos que te mereces, te los mando desde aquí.
Besos Grandes y Fuertes de Jesús
Yo no sé ahora, porque todo ha cambiado. Pero antes, gozaban las chiquillas con jugar a mayores. Su espíritu femenino, su instinto de mujer hacendosa, su anhelo maternal, le hacía preferir dos juegos inocentes: uno el de las muñecas, acunando a su niña, durmiéndola, diciéndole dulces frases de amor; otro el de la casita. En el extremo de un corredor establecía su casita, colocaba sus cachivaches y se hacía la ilusión de un hogar. Si en la casa había más de una, había tantas casitas como niñas. Y una a la otra se visitaban hablándose de usted y contándose cosas de sus hijos, todo remedo de lo que oían a las madres de veras.
De vez en cuando, estas madrecitas de mentirijillas pasaban a serlo de verdad, cuando, por desgracia, la muerte se llevaba a la madre verdadera. En algún caso, y sin solución de continuidad, hubo quien tuvo que pasar de jugar a la casita a gobernar la casa; de la ficción de mujer, a la verdad de serlo prematuramente.
Estas niñas que se ven forzadas a dejar los juegos para empuñar las riendas de un hogar, son en todo admirables. Sus cabecitas han de trocar los sueños por las realidades, la feliz inconsciencia juvenil por la responsabilidad de una función augusta. Tienen que ser como madres de hermanos que les igualan la edad, como esposas del padre, cuyo cuidado embarga sus horas. Son mártires chiquititas que aceptan con mansa resignación sacrificios y cuidados sin cuento. Se diría que sus madres desde el cielo las guían y aconsejan para que acierten en el papel difícil que han de desempeñar.
La madrecita no ha tenido la alegría de crear un hogar: se lo ha encontrado hecho y ha tomado el gobierno de la casa en tétricos instantes. No ha fundado el hogar con ilusión: se lo encontró fundado y entristecido con crespones de luto. Pero ella, animosa, con esa ternura femenina, con ese instinto de maternidad, se asocia al padre en velar por los hijos, adopta como tales a los que son hermanos, renuncia a muchas bellas ilusiones, frena su risa, acepta sinsabores y cuidados, y va serenamente, con valor femenino -que es el valor mayor y más audaz- haciendo su papel de madrecita, cuidando de todo, vigilándolo todo, sacando, no sé de dónde, ternuras para el padre y los hermanos, que nada echan de menos porque nada les falta. ¿De dónde sacan fuerzas para tanto, y dónde aprenden lo que aun no tienen tiempo de saber? ¿Es que hablan con sus madres al rezar? ¿Es que ellas le inspiran la conducta a seguir? Misterio impenetrable todo esto. Pero lo cierto es que una madre nunca se va del todo. Que algo nos queda de ella. Y es que ellas no se van -porque así se lo piden al Señor- hasta que ven que el lugar que ellas dejan puede ocuparlo ya esa criatura, amable y admirable, a la que llamo yo "la madrecita".
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