De los días que he ido a llevar a mi madre y a tía tote al hospital para visitar a tía conchita, os puedo asegurar que he visto esa sonrisa en ella, e incluso os puedo asegurar que con esa capacidad que tengo para saltar de un lugar a otro sin que medie espacio ni tiempo, me he transportado al día en cuestión y puedo decir que he visto la situación, la llegada al convento, el portón, las personas en el auto, los sollozos, la entrada de la novicia al convento, las monjitas y.... ¡La inefable Sonrisa! Pero donde de cierto la he visto, ha sido en sus últimos días, es ahí donde ella ha mostrado esa expresión serena, de contento suave, de alegría tranquila, de máxima y absoluta conformidad, de saberse haciendo lo que quiere Dios... ¡Abuelo, otra vez escribes "Pajarita" y describes "Inefable Sonrisa"! Pero en esta ocasión, dando Gracias a Dios por sonreír otra vez a ella desde el interior de su alma, para que ella así sonriera de nuevo, y a ti por dejarla definida y escrita, yo he sido, he tenido la inmensa gracia de ser testigo de esa inconfundible y única sonrisa, porque ella ha querido mostrarla de la misma forma, para hacernos ver la paz y la felicidad con la que deseaba que la viéramos cruzar el portón que ésta vez la llevaba al mismísimo cielo.
Que hermosa lección y que grande suerte la mía: hermosa lección de fe infinita, de amor y entrega a Dios, de espera calma, de hermosa entrega del alma.
Grande suerte: la de comprobar que no solo hay ni es solitaria su sonrisa, esa única sonrisa que es perceptible en todas ellas, sus hermanas de congregación, Hermanas, Ana, Carmen, Manola, Pepa... y una en especial, una sonrisa exactamente igual en todas, pero a la que yo, y sin querer, porque yo soy así, le doy un poco de complicidad con mi sonrisa de traviesa e inconsciente y alocada espontaneidad, la sonrisa de la hermana María Prats.
¿Por qué? Lógico es que os preguntéis esto.
Lo voy a aclarar, y os diré el por qué.
Necesito sonreír, pues me está costando esto no pocas lágrimas.
Como todos me conocéis ya, al menos un poco, y conocedores de mi más que atolondrada forma de ser, no podía El Lunes y en tan trascendental acto, ser el torpe protagonista de una de mis apampladas acciones.
En la Capilla del colegio, al finalizar la Santa Misa de Funeral de nuestra querida tía conchita y al ir a buscar a mi madre y tía tote, cruzo por entre dos bancos con tan mala suerte, pero tan inocente acción de pisar el reclinatorio del banco delantero, elevándose el mismo para acto seguido caer haciendo un ruido bastante fuerte como podéis suponer.
A unos escasos metros la hermana María Prats me mira y sonríe haciendo un gesto que a día de hoy, y a mis cincuenta y tres años, me sigue acompañando. Alzó el brazo hasta media altura con la palma de la mano hacia arriba y haciendo ese movimiento de la misma de izquierda a derecha que es tan típico en madres, hermanas, tías, esposas.... y es tan elocuente.
Yo solo pude unir las palmas de mis manos y llevarlas hacia los labios en señal de pedir y esperar el perdón que igualmente saben dar con benevolencia. Un igual y sentido gesto como lo es la sonrisa de complicidad inocente vino al punto, un abrazo, gesto que tiene también profundo significado sin tener que mediar palabras.
Es con ese gesto, con ese abrazo y esa sonrisa de la hermana María Prats con la que quiero finalizar ésta fullería de comentario para dar paso a la lectura de tan Gran definición de esas benditas Sonrisas. Sonrisas que espero que El Señor me ayude a mi también a no olvidar.
LA INEFABLE SONRISA
La sonrisa es un don del cielo, es ella la manera mediante la que el alma se asoma a nuestra faz. Ella es como un destello del espíritu, que se materializa, que se hace perceptible y que nos muestra el estado del alma. Reír es signo de alborozo, de alegría bulliciosa, de contento -no siempre legítimo ni amable-. Reír está al alcance de cualquiera. Sonreír es más difícil, porque requiere una mayor espiritualidad, una potencia superior que te permita coger a tu alma, y mostrarla en el estado de espíritu en que se encuentra en el momento aquel.
Y porque la sonrisa no tiene que ver nada con la risa, pueden existir, y existen, géneros de sonrisas contrarias al contento bullicioso y alocado que en risa se desgrana. Por ello hay sonrisas tristes, de dolor, de resignación. Las hay de burla, de ironía. Hay sonrisas compasivas, de conmiseración. Hay otras escépticas y de incredulidad, como las hay de duda. Cada estado del alma tiene su sonrisa especial.
Pero hay una sonrisa -La sonrisa por excelencia- que es la del alma en estado de gracia habitual. Un alma pura, candorosa, en intima y total entrega a Dios, tiene una manera de sonrisa inconfundible y única; es como la fe de vida que da Dios, diciéndonos que Él vive de un modo permanente en aquel alma.
Esta sonrisa es una expresión serena, de contento suave, de alegría tranquila, de máxima y absoluta conformidad; de saberse haciendo lo que quiere Dios, de sentirse desasido de todo y, por ello, poseyéndolo Todo: es un gesto inefable, tranquilo, sosegado, suave... ¿Cómo describiría yo esa sonrisa; la sonrisa del alma en la que porque Dios sonríe íntimamente ella refleja el divino sonreír con su humana sonrisa?
¡Ay qué sonrisa tengo yo clavada y presente en mi alma! El portón entreabierto de un convento: unas buenas monjitas, y una novicia -vistiendo hábito ya de postulante- despiden a unos viajeros. En los rostros de todos hay huellas de emoción incontenida; el auto tarda un poco en arrancar, porque unos encargos finales difieren el momento de partir. Los del coche sollozan; las monjitas contemplan este episodio, que acaso les recuerde el del día en que ellas fueron protagonistas de otro igual. Y en tanto, la novicia sonríe con esa sonrisa de cielo; porque es que ella sentía muy dentro de su alma la sonrisa de Él. ¿Cuatro, seis, diez minutos? Un rato que se hacía interminable. Y ella, serena, tranquila, imperturbable, seguía reflejando en su cara, apacible y diáfana, la sonrisa de Dios.
Señor, ¡que yo no olvide nunca esa sonrisa! Porque es que me hizo atisbar la íntima felicidad del más allá. Porque de su contemplación aprendí que puede haber, y hay, un gesto de solemnidad y de augusta grandeza, de total sacrificio, revestido de total alegría. Y que todo ello: seriedad, solemnidad, entrega y sacrificio, no eran obstáculo a un santo y a un sereno sonreír. Como aquel que admiré en la novicia que horas antes entraba en el convento dando el brazo a su padre -que en este vivo báculo, salido de su sangre, se apoyaba en tal trance-; y que, al partir el coche, todavía sonreía tras el portón que, al cerrarse, le abría una nueva vida que la llevase a eterno sonreír.
JOSE MONTOTO
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